Antes de que el aire cambiara de densidad, hubo un instante sin techos.
Una apertura vertical donde respiré por fin, como si los pulmones se hubieran quitado un abrigo invisible.
Esa pausa, ese alivio mínimo, aún vibra en mí.
Pero algo en la espiral cambió.
Y el giro me empujó hacia dentro.
De pronto descendí a los 90 grados, como si el cuerpo torciera su eje interno para obligarme a ver.
Una bajada sutil, pero decisiva.
Ahí, la vulnerabilidad me sorprendió.
No como algo ajeno, sino como un espejo que me decía: “mira lo que has cargado”.
En este nuevo nivel, la arquitectura cambió de tono.
Las paredes dejaron de ser mudas.
Empezaron a hablar de tensiones acumuladas, de pesos no distribuidos, de responsabilidades que se instalan en el tórax como una losa mal colocada. La caja torácica se volvió edificio. Y el dolor: un plano estructural mal resuelto.
Avancé entre pasillos angostos.
No había escaleras de caracol esta vez.
Esta vez la estructura proponía una escalera en forma de U.
Y entendí por qué.
Era el gesto perfecto: el abrazo del tórax, el puente entre ambas costillas, la metáfora viva del dolor que une pero no suelta.
El descenso era literal, y emocional.
Y también espiritual.
El cartílago inflamado se convirtió en una sala dentro del edificio.
Un cuarto sutilmente curvo, con vigas que crujían al respirar. Las costillas eran columnas elásticas, el esternón, una trabe tensa, y el aire, apenas suficiente para sostenerme en pie. Como si un arquetipo se hubiese instalado en esa habitación.
No uno abstracto, sino encarnado: la Herida hecha espacio, la Mujer que se inclina, el Guardián del umbral que espera sin exigir.
Y ese arquetipo dejó su huella en el aire, en la temperatura del lugar, en el eco de mis pasos.
Los espacios recuerdan.
Como templos sin altar, albergan lo que fuimos sin que lo sepamos.
Tomé la derecha.
La ruta cambió.
El espacio se abrió hacia una gran rampa ascendente.
No era redención.
Era una elevación frágil.
Una ilusión de ligereza.
El sistema nervioso seguía activado: la amígdala disparando alertas, la corteza prefrontal desdibujada, el corazón latiendo en código Morse.
Desde arriba, la vista era engañosa.
Nada parecía estar mal.
Pero al tomar el siguiente giro, una bajada rápida me devolvió al peso.
Al peso exacto del día en que el cuerpo dijo basta.
Ahí entendí que el recorrido no era lineal, ni simétrico, ni siquiera lógico.
Era profundamente humano.
Y además, profundamente simbólico.
Me llevó a una sala sin ventanas.
Una resonancia emocional.
El aire era más denso ahí.
Cada paso me dolía un poco.
Y cada rincón me devolvía memorias sin nombre: facturas, puertas cerradas, techos sin tregua, y esa incomodidad sorda de no pertenecer del todo.
Me detuve.
Frente a mí, una mesa baja.
Sobre ella, una bolsa.
La misma que días atrás no pude abrir.
Ese gesto mínimo que me venció.
Ese calambre, esa punzada de rendición bajo el seno izquierdo.
La misma.
Me agaché.
El suelo ya no era enemigo 🚩 .
La presión seguía, sí.
Pero el cuerpo había entendido que no todo debe ser cargado en silencio.
Con dedos lentos, pero decididos, tomé el nudo.
Y lo solté.
Y la bolsa se abrió.
No era la bolsa.
Era la carga.
Era el cuerpo diciendo:
“Si me escuchas, ya no necesito gritar.”
Y así, sin aplausos, sin fanfarria, la estructura entera se aflojó un poco.
No para caer.
Sino para permitir que, por primera vez, pudiera respirar en medio del descenso.
No hubo mapa, pero sí un hilo.
Invisible, como toda guía interna.
Como el de Ariadna: no me sacó del laberinto, me condujo hacia el centro exacto del habitar simbólico.
Un hilo que no solo guía, sino que teje.
Como si Ariadna me ayudara a construir una casa dentro del caos.
Una casa sin paredes, pero con dirección.
Una estructura de fe.
Justo cuando el cuerpo se entrega al silencio,
lo que queda es el eco de lo que fue sostenido.
Y ahí, en esa caja resonante que es el tórax, empieza a construirse una nueva arquitectura.
No de escape.
No de evasión.
Sino de contención sabia.
Sabia por la herida.
Un espacio donde las emociones ya no rebotan, sino que se asientan,
como si encontraran por fin un plano firme para habitar. Donde la caja torácica me habló con su propia voz.
No la del dolor… la del eco.
La sentí como una sala hueca, reverberante.
tenía memoria de todo lo que alguna vez no dije.
Cada hueso una bóveda.
Cada músculo intercostal un tensor silencioso.
Cada respiración, un plano acústico de mi historia.
Las paredes no eran rectas.
Eran curvas.
Como las decisiones que no tomé a tiempo.
Como las conversaciones que evité.
y que postergué por priorizar lo que otros esperaban.
Dolía de forma arquitectónica.
Una presión exacta, calculada, como si Gaudí hubiese diseñado el dolor de una mujer que carga más de lo que puede soltar.
⛓️💥
Las costillas eran arcos góticos y flexibles.
El esternón, un pilar tensado.
La trabe del alma.
Cada paso sobre la rampa era un microajuste del sistema nervioso.
La amígdala dejaba de gritar.
La corteza prefrontal —según Damasio— comenzaba a proyectar nuevas rutas.
para asentarse y dejar de hacer daño.
Y entonces, sucedió: el aire dejó de ser enemigo, el dolor dejó de tener forma de amenaza, y el pecho dejó de contener.
Fue el cuerpo mismo el que me dijo:
“Basta de sostener en silencio.”
Y en ese instante, la estructura no cayó, se transformó. Caminé hacia el corazón del vacío, donde el latido se vuelve pausa, y la arquitectura no es espacio externo, sino sistema interno, ritmo, compás, un tambor en el centro del alma.
Frei Otto lo dijo:
“La arquitectura no es sólo forma, es sensibilidad estructurada.”
Y yo entendí que esa estructura ahora era yo.
El dolor ya no era síntoma.
Era diseño.
Era manifestación.
Era el mapa de una mujer que no olvida.
Y que ahora, finalmente, se habita.
Porque al final,
habitar el cuerpo también es habitar lo invisible.
Es reconocer que dentro de nosotras viven muchas:
la que sostiene,
la que huye,
la que espera,
la que grita,
y la que por fin se escucha.
Cada una deja su huella.
Su geometría interior.
Como arquetipos vivos que dibujan pasillos, refugios, altares.
Y juntas trazan el plano invisible de este hogar: un templo torácico donde resuena, por fin, la voz propia.
Con amor y espirales,
Moni
Me ha gustado mucho. Es muy poético.