Nadie ve los cimientos. Todos admiran las fachadas. Yo también lo hice. Durante años me paré firme sobre un terreno que no era mío. Creí que estabilidad era sinónimo de obediencia. Que encajar era un deber, una forma de ser amada. Y me tallé a golpes para entrar en moldes ajenos. Me volví experta en disfrazar grietas. Aprendí a maquillar las paredes emocionales agrietadas con sonrisas. A reforzar los techos con silencios. A esconder el miedo detrás de la eficiencia.
Pero el cuerpo…
Ay, el cuerpo no sabe mentir.
El cuerpo fue el primero en hablar. No con palabras, sino con punzadas, caídas, nudos en el pecho, vértigos sin nombre. El cuerpo chillaba 🗣️ lo que la mente ya no podía sostener en silencio. Y la mente, cuando no pudo más, gritó en cinco mil direcciones 🧭. Nadie me enseñó que los cimientos emocionales también se fracturan. Que el alma también necesita revisión estructural. Y así me descubrí viviendo dentro de una casa ajena, con paredes que no me contenían y ventanas que no dejaban entrar la luz.
Hasta que un día escuché el crujido.
Una grieta profunda.
El aviso de un colapso.
No fue castigo.
Fue la primera señal de libertad.
El permiso sagrado de reconstruirme desde mi verdad.
Desde la arquitectura crítica:
No hay belleza posible cuando las bases están podridas.
¿Sobre qué estás construyendo tu vida?.
Desde la neuroarquitectura 🧠.
Los espacios que habitamos también nos habitan.
Y lo que no sanamos, lo reproducimos en el entorno.
Desde la neurociencia:
Pensar distinto puede salvarnos.
Tu mente también es terreno fértil si te atreves a resembrarla.
Preguntas para ti:
¿Qué parte de ti lleva años intentando encajar donde no cabe?
¿Cuáles son las grietas que ya no puedes ocultar?
¿Y si esa fractura que tanto temes es la entrada a tu libertad?
Hoy dejo de fingir que todo está firme. Prefiero la verdad de una ruina al silencio de una estructura falsa.
Los planos de mi alma.
Recuerdo la primera vez que me enfrenté a un plano en blanco. No era solo un ejercicio académico. Era un espejo. Un reflejo de todo lo que había dentro de mí y aún no sabía nombrar. Estudiar arquitectura no fue simplemente aprender a diseñar espacios. Fue, en silencio, aprender a sostener el peso del perfeccionismo. De la autoexigencia. Del miedo a no ser suficiente frente a un jurado que esperaba más forma que fondo. Diseñé proyectos con la misma disciplina con la que ocultaba mi vulnerabilidad. Con precisión, con cálculo, con belleza. Pero muchas veces, con dolor. Porque detrás de cada maqueta perfecta, había noches sin dormir, crisis de ansiedad, y la eterna pregunta:
¿Encajo aquí?.
Años después, como profesora en la Universidad Politécnico Santiago Mariño, algo dentro de mí empezó a cambiar. Los roles se invirtieron. Ya no era yo frente al jurado. Ahora era la que recibía planos con temblores en las manos de sus alumnos. Y entendí que no enseñaba solo estructuras. Enseñar también a creer en lo propio. A defender una idea, incluso si se salía del molde. A trazar con corazón. Fue ahí, en el aula, entre estudiantes que no sabían cuánto me reflejaba en ellos, que comencé a reconstruir los planos de mi propia vida. Y entendí que ser arquitecta no era levantar muros. Era tener el coraje de derribarlos, incluso los internos. Ser profesora, para mí, fue volver a ser alumna del alma. Aprendí que los verdaderos planos se dibujan con historia, no con escuadra.
Y que, a veces, las mejores obras nacen del caos.
Nota: esta ilustración proviene de una foto real mía con mis alumnos, estilizada con ChatGPT para encajar en el libro.
Y ahí estoy, al fondo de esa imagen.
No como protagonista, sino como raíz.
Ellos —mis alumnos— son ramas, ideas, mapas en expansión.
Yo fui taller, fui guía, fui abrazo en los días duros.
Y ellos, sin saberlo, me enseñaron a rearmarme cuando ya creía todo perdido.
Cada maqueta sobre esa mesa es más que un proyecto: es un corazón latiendo en cartón pluma, una esperanza sostenida por palillos de madera, una promesa de que el espacio se puede sanar igual que un cuerpo… igual que un alma.
En esa aula, entre planos, risas, y silencios incómodos, aprendí que también soy arquitectura: una estructura que se sigue diseñando.
Y cada uno de ellos fue ladrillo en mi reconstrucción.
Con amor,
Moni
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Excelente reflexión.
Durante años perdi la perrtenencia por sentir que no encajaba. Al fin puedo sentir que pertenezco a mi familia, a mi pueblo, a mí país, a la raza humana... Pero no encajo en muchos lugares y muchas veces. Y está bien ❤️🩹